Recuerdo de una amiga
Hay ocasiones en las que me pregunto qué
extraño misterio alumbra esa humana capacidad que tenemos las personas de sorprendernos,
a veces, ante lo inminente y cotidiano. La realidad nos rodea cual escenario de
una trascendental novela, nuestra vida, invisible como el aire que respiramos. La
mirada de un niño es el mejor ejemplo de ello. Me sigo emocionando al contemplar
como los pequeños humanos reaccionan ante lo que les rodea, con franqueza, con total
transparencia y sinceridad; lo que les causa miedo les hace llorar, al igual
que las risas parten de la alegría. Las relaciones con los demás, y las
circunstancias que más tarde rodean nuestra vida terminan por transformarla. Conforme
vamos creciendo sustituimos esas emociones, primarias de manera natural, por
otras artificiales derivadas de imaginaciones, construcciones cognitivas para
defendernos del miedo, de la decepción, de la tensión relacional. Conforme vamos
haciéndonos “hombres” y “mujeres”, dejando atrás nuestra infancia, dejamos de
sorprendernos ante lo natural; no queremos sufrir.
Hoy, festividad de Todos los Santos, ha
sido uno de esos días donde la perplejidad ante lo esencial, me ha devuelto a aquellos
días de sincera sencillez emocional. Mientras paseaba por el cementerio de mi
pueblo me he encontrado con una tumba especial. No por su belleza marmórea, ni
por los preciosos colores de un ramo de flores tristemente ausente. Por su
aspecto debe llevar ahí muchos años, y está en el camino que normalmente sigo
cuando visito los restos de lo que una vez fueron en vida mis parientes y
amigos. No la recuerdo de otras veces. Hoy ha sido la primera vez que me he
detenido ante ella. Me ha emocionado leer el texto de la lápida que recuerda al
que la contempla que dentro de ese viejo rescoldo de ladrillo y yeso están
depositados los restos humanos de alguien que un día contempló el mismo color
azul del cielo que yo veo ahora y que un día dejaré de ver, como todos.
“Recuerdo de una amiga” es la pequeña y
sencilla frase que me ha arrancado un temblor de barbilla. Normalmente la
dedicatoria a modo de recordatorio hace alusión a la familia, aunque no en este
caso. Cuantas cosas nos dice esa unión de sencillas palabras. De golpe me ha
venido a la cabeza un pensamiento: pobre persona, la fallecida, por no tener
una familia que hubiera llorado su ausencia. Seguidamente, como un resorte
activado a modo de compensación por el primer pensamiento, me ha surgido un
sentimiento: admiración. Que suerte la de esa persona por haber dejado atrás
tan grato y dulce recuerdo en alguien, tanto como para merecer que la otra quisiera
dejar constancia, esculpido sobre el impertérrito mármol, la triste emoción de
la añoranza, del anhelo de su presencia. Cuantos sentimientos y emociones en tan solo cuatro palabras.
Es entonces cuando me han venido a la
cabeza todas aquellas personas que llegaron a la puerta de la otra vida, llamada
muerte, sin nadie que les recordara, sin nadie que se molestara en encargar al
enterrador una lápida donde cupieran unas sencillas palabras de añoranza.
Tras esta bocanada de cruda realidad he
recordado sin mucha dificultad a muchos ancianos que tuve el honor de acompañar
en sus últimos años de vida, a veces durante solo unas semanas. Uno de ellos ha
sido un caso no muy lejano en el tiempo. Se trataba de una mujer que llegó a
una residencia, como otras tantas, pero ella lo hacía sola, también como otras
tantas, desgraciadamente. No había familiares ni amigos conocidos acompañándola
en el duro momento del ingreso. Padecía una drogodependencia (si, efectivamente
también hay ancianos drogodependientes), consumía heroína un par de veces a la
semana. A sus sesenta y un años ella no quería curarse. Si, debía ir al Centro
de Atención a Drogodependientes (CAD) dos veces a la semana a por metadona,
pero en lugar de tomarla y volver a la residencia, se iba a buscar “caballo”. Cuando
hablamos con ella para intentar reconducir esta conducta tan dañina para su salud
nos dijo que sabía que su adicción era muy perjudicial, pero que no quería
dejarla. Era la única manera de alejarse de una cruenta y triste realidad: la
soledad. Una soledad que dejó de manifestarse de manera clara hacía ya muchos
años, pues la mujer tenía familia pero no querían saber nada de ella,
precisamente por su adicción. Sin apoyo de sus seres queridos la dificultad para
salir de su particular hoyo se convirtió en una imposible tarea. Tampoco podemos
culpar a la familia por no poder soportar tanto sufrimiento. La última vez que
supimos de ella en vida ocurrió una mañana cuando salió a por la metadona, como
las anteriores ocasiones. Antes de salir de la residencia buscó a la trabajadora
social, con la que había hecho buenas migas, a pesar del poco tiempo que había
transcurrido desde su llegada, para decirle que iba a por la “meta”; antes de
salir del despacho, se volvió hacía donde estaba la chica y simplemente le dio
las gracias y le dijo: “este lugar no es para mi; no es por vosotros; se que
estoy enferma pero este no es mi sitio”. Dieron la voz de alarma a las autoridades
por la noche cuando no vino a cenar, ni a dormir. Durante días llamaron a los
hospitales y a los refugios que conocían preguntando por ella; parecía como si se
la hubiera tragado la tierra. A la semana llamaron de un hospital comunicando
que estaba allí, muy grave. Por lo visto había estado vagando y durmiendo por
las calles de la gran ciudad. La policía la había recogido esa misma mañana junto
a un camino, semiinconsciente y con un fuerte golpe en la cabeza. Su estado
revertía mucha gravedad. Tenía una hemorragia cerebral que le había provocado graves
daños y que hacía pensar en su muerte en pocas horas. Murió al día siguiente. Lo
hizo sin nadie que pudiera coger su mano para hacer la trascendental partida
menos solitaria. Nos llamaron cuando ocurrió para saber donde tenían que llamar
para que se llevaran su cadáver. Ese fue un problema. No tenía familia ni
seguro de decesos. Por lo tanto no tenía donde ser sepultada. El entierro fue justamente
asumido por la residencia que la acogió durante sus últimos días, pero lo del
nicho fue otra película. Mientras los del ayuntamiento encontraban un nicho donde
enterrarla, la pobre mujer estuvo en el depósito del hospital. Sola, fría, injustamente
excluida esperaba yaciente mientras el Estado le buscaba un lugar donde
descansara en paz por fin, tratándola de nuevo como lo que durante años fue, un
molesto expediente que cerrar cuanto antes. Cuando por fin se pudo celebrar el
sepelio habían transcurrido cuatro días. Al mismo acudieron la trabajadora
social, tres auxiliares y el director de la residencia. Y el cura, claro. Llevaba
un crucifijo, por lo que ante la ausencia de ninguna otra manifestación de sus creencias,
supusimos que profesaba la religión católica. En ese momento hablamos de lo que
faltaba: la lápida. Para el enterrador era un nuevo trabajo totalmente prescindible
y para el cura un elemento ritualmente innecesario. Pero para nosotros era algo
imprescindible. El motivo me lo enseñó hace años la primera directora que tuve
como jefa, Mª Rosa, una de mis tías y a la que tanto tengo que agradecer que me
mostrara algunas enseñanzas fundamentales para mi trabajo posterior. Cuando
alguien muere merece nuestra atención hasta en los últimos detalles, me dijo, a
pesar de que no podamos hacerlo del todo hasta pasados algunos meses. La lápida,
como si se tratara de una última misiva, se muestra como la carta de despedida entre
la persona fallecida y los que quedamos aquí; un particular modo de recordar el
famoso “memento mori” (recuerda que has de morir) que nos ha perseguir
durante nuestra existencia cual sombra bajo el sol.
Volviendo a “nuestra amiga”, la
contemplación de su lápida me ha hecho recordar que mi tía Rosa siempre procuró
que los ancianos que morían en aquel asilo de pueblo, casi centenario, sin
familia ni amigos que la encargaran, tuvieran la suya. Era un último tributo. El
intento particular de hacer justicia ante injustas soledades. Porque nadie
merece estar solo, ni siquiera después de la muerte. “Recuerdo de una amiga” es
más que una expresión, que me ha llevado por caminos del cementerio de mi
pueblo en busca de aquellos ancianos que conocí en aquel asilo, y que murieron
en soledad, pero que al menos gozan de SU lápida. Las he reconocido fácilmente.
Mi tía las encargaba todas del mismo estilo, no por falta de imaginación, ni
mucho menos, sino por no hacer distinciones que pudieran ser interpretadas por “quien
sabe” como muestras de “clasismo”. Todos los ancianos merecían el mismo
respeto. He podido volver a saludar los restos de Pascual, Pedro, Jose María,
Ana María y de otros tantos con los que he conversado durante la evocación de
aquellos días en los que les tomaba la tensión, o les pinchaba la insulina, o
les curaba heridas. Asombrosamente, no me he sentido triste. Me han sacado más
de una sonrisa.
Entre tantas tradiciones extranjeras, transformadas
en estúpidas comparaciones culturales, imposibles cuando se adoptan de manera
descontextualizada, como Hallowen, cabe señalar lo especial de nuestro día de
Todos los Santos. En un claro alegato de defensa de nuestra particular manera de
transmitir la necesaria espiritualidad a través de la religión, en este caso la
católica, debo decir que como cristiano me alegro de tener un día como este. Hoy
ha sido un momento de veinticuatro horas para defender la necesidad del recuerdo,
el nuestro, porque los muertos ya no están para recordar. Contemplar la lápida
de la que habla esta entrada del blog me ha devuelto el recuerdo de la
necesidad de la amistad. No hablo de la amistad del colegueo, ni siquiera de la
confidencia. Es más esencial que todo ello. Es la necesidad de cuidar lo que
compartimos los humanos: LA HUMANIDAD, aun después de haber muerto. Hoy me he
alegrado de volver a ponerme delante de aquellos que ya no están aquí y ahora,
en este escenario de mi singular novela que es mi vida. No solo de aquellos con
los que compartí consanguinidad o especial afinidad. Quizás lo que más me ha
satisfecho ha sido haber sabido “escuchar” el mensaje de esta tumba: EL CIELO
ES DE TODOS. Hoy, ante nuestra realidad es cuando más sentido tiene decir DIA
DE TODOS LOS SANTOS.
Preciosa reflexión. Y gracias por habermela hecho llegar y sobre todo gracias gracias y mil gracias pq tu reflexión me ha arrancado una sonrisa y una lagrima pq me ha hecho recordar y revivir situaciones similares que he vivido con hermanos muy vulnerables. Partidas de personas en absoluta soledad que cada vez que las recuerdo las veo en los brazos del Padre sonriendo desde esos brazos y con la mirada llena de Paz. Esos son mis héroes y tengo varios. Gracias de nuevo. Y felicidades pq se que trabajas por construir un mundo mejor y espacios para acabar con la soledad que creo que es uno de los peores males de nuestra sociedad. Un abrazo
ResponderEliminar