Manos por corazón

La vida es una de esas cosas que a veces te sorprende. Si, la vida. Porque una cosa es la vida en sí y otra bien distinta las cosas que las personas hacemos mientras vivimos, y que a veces, solo a veces, sorprenden al resto de humanos.
Yo nací en la casa de mis abuelos maternos. Lo hice rodeado de gritos de dolor de mi madre, de agua caliente y paños limpios, como en las películas en blanco y negro, como toda la vida. Todavía existía la figura de la partera, que iba a las casas de las embarazadas, a la hora que fuera, para ayudarlas a traer al mundo a otro humano más. Las manos de mi abuela, mi añorada y querida abuela, fueron las segundas que me tocaron después de hacerlo necesariamente Maruja, la comadrona. Me cuenta mi madre que mi abuela discutió con ella porque me pegó muy fuerte en el culo al ponerme boca abajo. Esa reacción no hacía más que ilustrar el carácter de una matriarca que siempre lo dio todo de una manera visceral, sin perder el tiempo en intentar hacerse entender, por los suyos. Cuanto puede contar unas manos de noventa años. Ese pensamiento es el que me vino a la mente pocas horas antes de morir, mientras se las acariciaba. Sus manos me acompañaron al nacer y ahora las mías la acompañarían en el solitario camino del morir.

Durante los días previos, y los posteriores, las frases de consuelo de amigos y conocidos han sido las habituales: “¿todavía está viva tu abuela?”, “con esos años lo que les queda es sufrir; ojalá no se alargue mucho la cosa” o la manida “con esos años ya le tocaba, ya era muy mayor”. Si, con noventa y un años y una insuficiencia renal crónica terminal, esas frases no me transmitieron nada nuevo, ni lo hacen. Son transmisiones culturales, sin mala intención. Es de agradecer que todavía hayan personas en el mundo que se molesten en hacerte saber que se han hecho eco de tu pena. La que ha muerto no era un cuerpo geriátrico, no era una paciente, era mi abuela. Quizás por ser el primer nieto, o simplemente por tener un carácter bastante parecido al suyo, nuestra relación no podía encuadrarse en ningún modelo prefabricado. No nos hacía falta decir muchas palabras entre nosotros. Nos mirábamos y no hacía falta hablar nada. Después de varios años viviendo en una residencia, y estando ahí mientras otros morían, adquirió el sobrenombre, se que cariñosamente, de “la abuela”. Nunca dejó de ser como fue, de carácter fuerte, defensivo. No le quedó más remedio al morir su madre cuando todavía era una niña. Con mi bisabuelo en la cárcel, por suerte, porque a otros les metieron un tiro. Pero muertos de hambre, como el resto de sus hermanos. Una historia triste, pero no menos que la de otras muchas personas que sobrevivieron a una guerra y que entonces todavía no habían pasado lo peor: el hambre. Yo solo he visto llorar a mi abuela en tres ocasiones; la que más me impactó fue cuando me contó su vida de pequeña. Sus ojos no pudieron soportar más el peso de unas lágrimas demasiado tiempo contenidas al decir las siguientes palabras: “hijo mío, yo he visto la miseria en primera fila, y no es eso que sale en la tele, no, es mucho peor; ojalá nunca tengas que acostarte sin saber que darle a tus hijos de comer al día siguiente”. Aquel absceso de dolor emocional me tensó en la silla frente a la que la escuchaba. Posiblemente, la dureza que tuvo que adquirir para hacer frente a una vida muy difícil fue la misma que mostró al morir mi padre, cuando yo contaba con dieciséis años. Algunas semanas más tarde, lo más parecido a un sentimiento de pena que me transmitió fue cuando me dijo: “esta es la vida, hijo mío; solo queda mirar para adelante y apechugar”. Solo pasados algunos años conseguí administrar justicia a aquellas palabras que entonces yo solo pude entender como insensibilidad. La vida no es justa ni injusta. Lo justo, o lo contrario, es lo que nos pasa mientras vivimos. Al igual que las circunstancias pueden mostrarse a nuestro favor, también pueden hacerlo en contra. Y la cuestión no es sentarse a verlas venir, porque la oportunidad de cambiar las cosas, o simplemente de luchar te la proporciona la vida, el hecho mismo de estar vivo. Pero que sabia era mi abuela.

Posiblemente, por ese carácter tan suyo, podríamos decir con ánimo benevolente, es por lo que me pilló por sorpresa unas palabras que me dijo hace ahora un año, treinta después de aquellas otras. Ese día estábamos en la casa del trocito de huerto de mi madre. A mi abuela le encantaba ir allí. Al llegar se sentaba junto a una ventana desde donde podía ver en su plenitud la Rambla de Benito, que baja desde Ricote hasta llegar al Río Segura. No tiene nada de pintoresca, ni es especialmente bonita esa rambla, pero es el lugar donde mis abuelos regalaron a sus nietos los mejores momentos de nuestra infancia; cazar ranas, o explorar terrenos “desconocidos”, sentados a la sombra de un nisperero, son regalos, sí, que no pueden ser mensurados  con dinero. Podía pasarse horas mirando hacía la profundidad de aquel pequeño valle de arenisca en miniatura. Justo delante suyo, detrás de una gran palmera datilera (a salvo de milagro del picudo rojo) podía intuirse la chimenea de una casita de bloques, de aperos, que mi abuelo mandó hacer, junto a una aljibe, en un cacho de tierra donde sembraba patatas y otras verduras y hortalizas, con las que completaban nuestras comidas. El haber tenido que venderlo, con la casa, es uno de los episodios que me consta que en nuestra familia provocó más de una lágrima y un disgusto. Cuanto echaba de menos esa casa mi abuela. Ese día, la pillé mirándonos a los nietos, mientras nos reíamos, al recordar algunas pillerías y trastadas de nuestra infancia, con aire complaciente, y asintiendo con la cabeza, arriba y abajo, lentamente, con los ojos vidriosos, empañados en lágrimas. Ante la extrañeza de su reacción se me ocurrió abrazarla y, al darle un beso, le pregunté al oído si le pasaba algo. Lo que me respondió me conmovió entonces tanto como ahora al escribirlo: “no es nada hijo mío; es que os voy a echar muchísimo de menos”. “¿Dónde piensas ir?”, le respondí con curiosidad. “Ya soy viejecica hijo, me queda poco, tendré que irme algún día, y entonces voy a echar de menos allá donde vaya a todos vosotros, vuestras risas, vuestras cosas”. Al decirme eso, en voz baja mientras nos mirábamos, supe que mi abuela había decidido que ya era el momento de empezar a despedirse. Recordando ahora ese momento solo puedo decir “pero que sabia era mi abuela”. Siempre tuvo la sartén por el mango. Empezó a prepararnos a todos para lo que ya tocaba. 

Quizás por eso nos insinuó, la muy pillastre, lo que daría por ir a los toros de mi pueblo, su pueblo, una vez más, la que al final resultó ser la última. Sabía de sobra que mi hermana y yo haríamos todo lo posible por ello. Y así fue. Esa tarde, el pasado veintisiete de septiembre, con su clavellina roja en el pelo, ataviada con mantón de manila recuperado de una herencia prematura a mi hermana, su sonrisa valía millones. Al verla tan feliz le pregunté si los toros le estaban gustando, a lo que me respondió alegremente que no, porque no veía los toros ni al torero, solo bultos; era la vida que respiraba de nuevo al oler la tierra mojada de la plaza, al oír los clarines, y el jaleo de la gente, sus risas y gritos. Aquello la había devuelto a sus años mozos, y no tan mozos, de las fiestas del pueblo. Por unos días la alegría, obligada en los años posbélicos de la miseria y ahora justificada, propia de las fiestas en honor a los patronos del pueblo hacia que las penas fueran aparcadas, al menos hasta después del castillo de fuegos artificiales.

Ayer mismo me enteré, por los medios de comunicación, que Arturo Fernández había muerto. “Un  galán del teatro”, o algo así, es como le llamaban en casi todos los periódicos. He de confesar que me dio pena. Pero no por la edad, ya que era un nonagenario muy bien conservado. La congoja me sobrevino al ser consciente de que este señor era de la edad de mi abuela. Ella también murió, la semana pasada. La pobre llegó donde sus maltrechos riñones y su cuerpo, también nonagenario, decidieron que debía llegar. Pero, curiosamente, ayer cuando conocí la noticia de la defunción del Sr. Fernández me sobrevino de golpe la inmediatez de su ausencia. Con la muerte del actor apareció la pena al recordar las innumerables ocasiones que veíamos sus películas, y las de otros grandes del cine español en blanco y negro, en casa de mi abuela. Los fotogramas que retrataban fielmente las escenas de la vida de la gente de pueblo (Gracita Morales, la inocente moza venida del pueblo, José Luis López Vázquez, el buscavidas, Pepe Isbert, el adorado abuelo de tantos niños pobres, por ejemplo), en los que en mi casa tan acostumbrados estábamos. Lina Morgan, en su inolvidable papel de hijastra atormentada por una señora a la que la vejez le pilló por sorpresa y salvada por un Arturo Fernández, que representaba una nueva oportunidad, era la esperanza de muchas otras chicas de pueblo. Al morir Don Arturo se ha llevado, sin saberlo el pobre, un cachito de mi vida inocente infantil. Usted también no Don Arturo. Así, sin ustedes, me siento como un poco más solo, más desamparado. Ustedes nos enseñaron modales, y a poner buena cara, porque la fea hay que dejarla para las cosas gordas. Son un tributo a la buena educación, aun sin saber leer o haciéndolo lo justito. La educación, la de verdad, es el nombre con el que nuestros mayores resumían los valores y creencias que nos pasan de generación en generación nuestro padres, y a ellos antes lo hicieron los suyos; ojalá yo sepa transmitir los mismos a mis hijas. Ahora que ya no están me doy cuenta de tantas cosas que creo que debería de darme vergüenza no haberlo hecho antes. O quizás solo sea parte del aprendizaje en la vida: perder para ganar. Cuando era niño recuerdo que mi abuela me decía, a modo de piropos: “¡honrado, trabajador, milhombres…!”. Hasta unas semanas antes de morir me lo seguía diciendo cuando me veía aparecer por la residencia. Con solo tres palabras me estaba haciendo saber sus valores, los que yo debía cultivar en la vida: la honradez, el trabajo, el coraje.

Tener sus manos entre las mías hasta instantes antes de morir es uno de los mejores recuerdos que conservaré de esa gran mujer que siempre será mi abuela, María de nombre, “de la mulata” de apodo en el pueblo, y “a mucha honra”, como decía ella.

Los que nos quedamos aquí solo podemos lloraros, pero también honrar vuestro recuerdo. Sé que el tiempo nada cura, aunque es cierto que suaviza las penas. Sé que ahora estoy en pleno proceso de duelo, haciéndome a la idea de lo volver a verte al entrar por la puerta de la residencia. Más adelante tocará llorar, cuando llegue el día los toros, la navidad, etc; y más adelante llegará el momento de aprender a vivir sin tenerte ahí con nosotros, antes de hacerte un nuevo lugar dentro de mi. Pero por ahora solo sé que siempre, a pesar del duelo pasado, siempre te echaré de menos abuelica mía, mi mulata.
  

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