Fabricantes de recuerdos
Este es mi último
fin de semana de vacaciones. Sí, señores, en breve volveré a conectar el
teléfono (es una forma de hablar, claro, porque ya solo me falta ponerle nombre
al aparatejo con el que ensayo como sería la vida con un marcapasos), y a estar
dispuesto para intentar resolver cuantas cuestiones, marrones y fuegos vayan
saliendo, y poniendo, a mi paso, cual juego de arcade de los de mi época (de
los de ahora ni los nombro, mira).
Pero, contrariamente
a como se supone que debería sentirme, me encuentro muy animado, la verdad.
Para algunas personas la vuelta a la vida laboral se convierte en una
pesadilla, hasta el punto de digerir todos los post de los amigos
filósofos-meapilas del Facebook, Instagram, entre otras, y cada uno de los
mensajes en cadena de whatsapp. La temática siempre es la misma: recomiendan
tal o cual cosa, para poder hacer frente a la “depresión post-vacacional” (lo
que es deprimente es que se tomen tan en broma algo tan serio como una
depresión), de la misma manera como ya tuvieron que hacer frente a la “astenia
primaveral” (manda narices, oye). Hombre, yo entiendo que todos tenemos derecho
a ganarnos el pan cada día, pero tampoco es cuestión de hacer de la consulta de
la psicóloga algo así como nuestro segundo hogar (sin ánimo de ofender a nadie,
que conste).
Este mes en la
playa, la contemplación diaria del mar ha supuesto una verdadera catarsis, he
de reconocerlo. Durante todo el mes me han ido sobreviniendo eventuales
momentos de tranquilidad, que sin embargo no esperaba al principio. Recordemos
lo que supone la playa, al menos para el que no haya experimentado esta
vivencia. Pero no todo ha sido filosofía. También ha habidos buenos momentos
terrenales que me encantará contar. A modo de orientación en mi breve
exposición, dividiré mi estancia en dos grandes momentos, a saber, la primera
mitad de mis vacaciones, y la segunda (por haberlas dividido así no significa
que coincida aritméticamente con los días del mes, no es esa la idea). En la
primera parte de mi descanso, aparecieron varios fenómenos, muy posiblemente
producto del ejercicio de desintoxicación del trabajo, que tanto necesitaba. Me
fijé en aspectos de la vida que no era consciente que pasaban a mí alrededor, y
que creo que merecen ser compartidos:
Lo primero, es haceros tu pareja y tu mismo a la
idea de que vais a pasar un curso exprés para sherpa nepalí, y todo ello sin que os hayáis matriculado; vais a
pasaros todos los días subiendo y bajando multitud de trastos que luego vuestra
prole no va a utilizar ni en un 10%; este año, por experiencia, nos hemos
comprado un carrito de esos de los que al menos yo desconocía su uso cuando
estaban colgados en las tiendas de flotadores, hamacas y demás instrumentos de
tortura, y que no preguntaba su uso por aquello de que sería una imbecilidad
china; quince pavos me soplaron por el trastito, oye; en el artilugio los
experimentados papis montamos las sillas plegables de playa, la bolsa de los
juguetes, snorqueles, palas de playa, y la mini-nevera donde matutinamente se
introducían las bebidas de cola y las lupulosas hipercarbonatadas (todo un
ritual que dejaré para cursos más avanzados de playerismo). Cuando lo tenemos
todo montado en el carro, y guardando el debido equilibrio, nos colgábamos las
dos sombrillas en un hombro y la minitabla de surf de corcho en el otro para
compensar, y ya estabamos listos para disfrutar de un caminito hasta la playa.
Lo segundo, consiste en caminar con toda la
dignidad que os permita la misma postura que la que usas para ir desde el
sillón de casa hasta el baño, en un descanso de la película, y a medio camino
te das cuenta de que tienes las dos piernas dormidas de muslos para abajo; todo
ello, no lo olvidemos, portando una muestra estadísticamente significa de los
elementos que el homo sapiens
¿necesita? para disfrutar de un encantador día playero.
Lo tercero, es que cuando más a gusto estáis, por
fin sentados en una silla con un bote de cerveza en la mano (pringosa a más no
poder por el uso del protector solar), bajo una de las sombrillas que habéis
clavado en la arena (he llegado a dudar a veces que lo fuera) con mayor
destreza que la que utilizó Calatrava al diseñar la pasarela que hay frente al
Hospital Reina Sofía, en Murcia, entonces, digo, os dais cuenta de que en un
rato deberéis desmontar el campamento, volver a jugar al Tetris con los trastos
del carrito mientras pisáis arena con aspiraciones a lava volcánica, y a subir
al pisito (no es un apelativo cariñoso, no, solo describo el tamaño) de nuevo.
Y ya llegados ahí, todo lo correspondiente a la estancia en un piso de playa,
pero con una monísima terraza con preciosas vistas al mar, sin obstáculos, que
es por lo que hemos pagado realmente.
Lo cuarto, es que mientras estás sentado en la
playa, al menos durante esta primera mitad de las vacaciones, te sale el teniente
Colombo que llevamos dentro, espoleado por el aburrimiento y el síndrome de
abstinencia de una vida activa, la de verdad, la de la hipertensión y los
ictus, y empiezas a olisquear a los de alrededor de manera chismosa, como si tú
no pertenecieras a la misma tribu (pero que tonticos somos a veces, ¿no?). Entonces
te das cuenta que todo parece una especie de escenario donde cada uno jugamos
nuestro papel, y suelen ser muy parecidos vayas a la playa que vayas, al menos en
las nuestras del sureste, las mejores, por cierto. He de empezar por la
entrañable señora que va vendiendo fruta fresca cada mañana con la garganta a
capela desde que se baja de la “fargoneta”: ¡mélon (no he equivocado la tilde,
simplemente he querido emular la fonética de mi personaje), wáter-mélon, coco,
pin-apa!! (que luego ha resultado que era pineapple –en inglés y que se traduce
como “piña” en español-, jolín con la señora); tantas veces lo dice la mujer,
mientras incesantemente va de un lado para otro de la playa, que los niños han
acabado por hacerlo un mantra, de manera que cuando menos te lo esperas te
encuentras a unos mini-alemanes en medio del agua cantando melón, melón,
wáter-melon, que nos lleva a delirar y creer que la señora siempre está presente
en nuestras vidas, también cuando no está físicamente; hay otros personajes
parecidos a esta señora, son unos jóvenes de unos veinte y pocos años que
venden bebidas, pero no tienen el mismo pedigreé.
Entre los que viven in situ de la
playa, o mejor dicho de sus habitantes estivales, también están senegaleses,
nigerianos, marroquíes, argelinos, orientales, entre otros muchos habitantes
del loco mundo, vendiendo cada uno sus propios productos (unos mantas para el
suelo, otros camisolas, estos gafas de sol para jovenzuelos maquineros, esos relojes
tatuadores de las muñecas, aquellos masajes ya sean de pies como de lumbares,
etc).
Además, se encuentran los foráneos, vamos, lo que siempre se ha venido a
llamar los “extranjeros”, aunque últimamente (bueno, hace ya unos 15 años por
lo menos) les llamamos “guiris” que parece menos excluyente y la mitad de xenófobo
(hasta ellos mismos se autodenominan así); son gentes extrañas que, emulando a
seres extraterrestres de películas de los años 50-60, caminan entre nosotros
sin relacionarse y mirándonos como si fuéramos una especie extraña; deben
necesitar el sol para vivir mucho más que el resto de seres vivos, porque si te
fijas bien sabrás que son guiris porque mueven sus hamacas al mismo tiempo y en
la misma dirección, sin que nadie se lo haya dicho y sin conocerse entre ellos,
siempre mirando al sol, como girasoles, pero en lugar de amarillos son de un color
que oscila entre el rosa chicle y el violáceo brillante pre-melanómico; cuando
bajamos a la playa ellos ya llevan horas allí, y se van sin hacer ruido, sin
que se les vea, al atardecer, en busca de bares de guiris; te metes con las
niñas al agua unos minutos y cuando sales ya han desmontado el campamento y ni
rastro de ellos; en la zona donde he estado hay mucho inglés, pero muchos más de
origen centro-europeo y europeos del este, incluidos rusos.
Luego están los
otros foráneos, al menos en estas tierras; cuando abrieron las autovías de
Valencia y Alicante, además de sus correspondientes AVEs, pensábamos que ya nunca
volveríamos a verlos, pero no, todavía hay algunos; son los centro-hispanos, en
concreto madrileños; sabes que son ellos porque llegan en un número no inferior
a cinco, incluida la abuela, y rápidamente te montan el campamento a escasos
centímetros del tuyo, entre grito y grito; se van acercando, como las olas en
la marea alta, conforme te despistas; entras al agua a refrescarte y cuando
vuelves, si te descuidas están sentados en tus sillas y bajo tu sombrilla; otra
forma de identificarles es el escaso terreno que dejan entre campamentos,
incluidos los suyos; un guiri nunca hará eso, ellos se sitúan pero no invaden
tu espacio, de la misma manera que si invades el suyo, aunque sea sin querer,
se irán a otro sitio donde le dejen en paz. Delimitan los pasos entre campamentos como si de calles de ciudades europeas se tratara. Y luego estamos nosotros (vosotros
también lectores), los que pensamos que somos distintos pero que simplemente
formamos el grupo montonés, es decir, los que somos del montón pero pensamos
que somos menos raros que el resto de arriba, y ya os digo yo que raritos
también somos, ¿eh?.
Hasta aquí, os he
contado mi experiencia durante la primera parte de mis vacaciones. Aparentemente,
puede parecer una especie de monólogo cachondo, nada diferente a los que
circulan por las redes. Pero no nos dejemos confundir por la ironía y el
sarcasmo, que sabéis que suelo utilizar sin cortapisas. Conforme han ido
pasando los días, el mar, o mejor dicho LA mar que es como llaman los marineros
de verdad a la madre que les da el sustento de cada día, decimos, que me ha
abierto a un mundo de pensamientos y emociones que me ha supuesto el verdadero
fruto de mi descanso. Y es aquí donde os hablaré de esa segunda parte de mi
periodo estival:
Lo primero, es la impresión que año tras año
sigue dejando la mar en mí. Su mera contemplación, a la hora que sea, me lleva
al principio al estupor, y más tarde, conforme van pasando los días, dejando aparcada
la pesada carga del estrés emocional, me incita a buscar preguntas en mi interior
que me provoque a su vez indagar en las respuestas. Esta es la parte que menos
comprenden de mí los que me conocen algo. “Las ganas de marearte la cabeza
muchacho, disfruta con el paisaje y tomate un bote de cerveza, venga, disfruta”,
me dicen continuamente, sintiendo yo algún malestar, que lo sepáis, ahí queda…;
yo no voy diciéndole a nadie “no se como podéis vivir simplemente esperando a
la muerte, entreteniéndose bobamente con tonterías mundanas, sin la necesidad
de responder a las grandes preguntas”. Entiendo que quizás esta pueda ser una cuestión
que supere a muchos, os aseguro que hay varios como yo, pero más callados, y no
tiene un blog, también hay que decirlo. Este año en concreto, posiblemente
influenciado por la pérdida de un ser muy querido, he estado algo más sensible
y abierto a la trascendencia. Cuando miras al atardecer, a la borrosa línea que
separa el horizonte marino y el cielo, comprendes a la primera el motivo por el
que Freud acuño el término “oceanidad”, en su excelente libro El Malestar de la Cultura, para
referirse a la sensación que experimentamos muchas personas de un mundo eterno
abierto ante nosotros de manera simbólica y que nos deja boquiabiertos. Solo así
empiezas a comprender, solo un poquito, una millonésima parte quizás, la causa
de que muchos de nosotros sintamos una atracción especial no hacía el agua
salada, ni la arena, sino al embrujo de las olas; el interés de estas enviadas
no recae en su llegada a la costa, sino en el camino contrario que deben hacer
como en el Eterno Retorno de Mircea
Elíade; nos llevan, digo, hacía el horizonte, donde el cielo se une a la mar,
donde se solapan dos mundos, el físico y el espiritual. No hay otra cosa que
explique la tendencia humana de ir cada día a la playa, colmados de objetos “inservibles”
para luego necesitar solo estar dentro del agua, simplemente flotando, moviendo
un poco los brazos a tu alrededor, abrazando a los que más quieres cuando
vienen buscando tu compañía.
Al principio de mis vacaciones mi buen amigo, y
entre semana jefe, Agustín, me dijo una
de esas frases que me apunta de vez en cuando, sin un aura a su alrededor de magnificencia,
ni voces corales cantando de fondo. Simplemente tomando un café, o tras
comentar algo por teléfono. Cuando le dije que la playa lo mismo era un rollo,
después de los primeros cinco días haciendo de sherpa, me respondió: “recuerda Carmelo, que no es la playa el
motivo por lo que estás ahí, sino por tu familia, por tus hijas, para
regalarles tiempo. A ver lo que haces estos días porque, sin saberlo, estarás
fabricando sus recuerdos para cuando ya no podáis volver a ir juntos los cuatro
a esa playa”. Gracias Agus, apúntate otra, y con mucho gusto amigo mío.
Lo segundo, hay dos tipos de antropólogos, los
que nunca quisieron serlo antes incluso de comenzar la carrera, y aquellos que
estudiamos la carrera y todo empezó. De estos últimos me considero yo,
humildemente. Tras pasar el primer filtro de la crítica fácil a todo y a todos,
arengado por el cabreo provocado por el delirium
tremens del frenazo laboral, comencé a ver cosas mucho más interesantes en
ese escenario del que hablaba irrespetuosamente más arriba y que cada día, como
si de un ritual se tratara, pasaba delante de nosotros. Así observé más
detenidamente a la señora que vende fruta fresca, y me di cuenta que debe tener
más de sesenta años; va ataviada con una especie de bata de tela abierta,
llevando debajo unos pantalones de ciclista (o algo muy parecido), y en la
cabeza una pequeña toalla que recoge el abundante sudor que su negra cabellera
rezuma debajo del gorro de paja viejo y gastado; lleva siempre dos cestas grandes
de mimbre con cinta aislante de goma forrando las asas, para que no le dejen
heridas en las manos, cargadas de fruta que debe ir reponiendo conforme las va
mal vendiendo; el que parece ser su pareja, marido o lo que sea, la apoya tranquilamente
sentado debajo de una sombrilla apoyado, a un lado, en una nevera grande donde
lleva algunas cervezas y agua fría para ella, y en el otro lado, las cajas de
fruta para reponer; ahora entiendo la cara de pocos amigos que tiene la pobre
señora, y las cada vez mas frecuentes paradas que hace cada ciertos metros, a
las que siguen palmadas de sus agrietadas manos para llamar la atención de los
playistas, y así no tener que ir tan lejos; supongo que ella es una de esas mujeres
que no pudieron ir a la manifestación de los pensionistas, para reivindicar que
se cumplan sus derechos constitucionales que dicen que el Estado debe
proveerles de una pensión digna, y así no tener que ir por las playas, tirada
bajo un solo de inusticia, vendiendo
fruta; el año pasado recuerdo que también llevaba algunas bebidas frías, pero
sus hinchadas piernas no pueden competir con las agiles extremidades de los
jovenzuelos que la adelantan en busca de clientes; quizás por todo esto no
sonríe ni una vez cuando los niños repiten sus llamadas de petición de ayuda
para comer; por lo visto, el abuso no toma vacaciones tampoco este año.
Además, mirando más
detenidamente a los otros personajes, los vendedores de otros países, puede
comprobar algunas cosas que imaginaba, y descubrir otras nuevas: un día vino a
la playa una chica senegalesa (lo sé porque ella me lo dijo) para hacer unas
trenzas a una de mis hijas; por lo visto se había casado solo un año y medio
antes con otro compatriota; él era el que no nos perdía la vista de encima mientras
iba vendiendo mantas para el suelo de exóticos colores y temas africanos,
fabricadas, que curioso, en Taiwan; no tenían más para ganarse la vida, ya que
trabajaban para otro que había llegado mucho antes al país, aunque él si que tenía
papeles, de cuando Zapatero, y los contrataban para hacer este trabajo pero sin
contrato, pagados mal, tarde o nunca, y en negro, que coincidencia menos
graciosa; así, les pasaba también a los marroquíes y a los argelinos, los
cuales no se llevaban muy bien entre ellos; los orientales iban por otro lado,
los chinos (nadie sabía de donde procedían y todos les llamaban los chinos) se
sacaban un sobresueldo después de cerrar varios restaurantes en verano, por la
sobreoferta de estos locales, amasando
una y otra vez las pieles grasientas, ya fueran los pies como la espalda, de
todos cuantos se lo pidieran, el secreto parece ser la cantidad de aceite para
bebés aplicado: a mayor cantidad menos sensación de fricción tenían los clientes
y menos problemas; algún cliente se negaba a pagarles y entonces no podían
hacer nada, ya que los amenazaban con llamar a la policía. Todos estos “comerciantes”
trabajaban con un constante tic de su cabeza, girándola continuamente mirando
la carretera que llevaba a la playa por si aparecía la policía.
Igual de
interesantes, antropológicamente hablando claro, han resultado ser los “guiris”.
Sus hábitos, minuciosamente observados coinciden con gran detalle con lo que de
ellos escribe el ácido e incisivo Michel Houellebecq, cuyo libro Serototina me he leído estas vacaciones
y os recomiendo, por si os apetece comeros un poco la cabeza. Me interesa
particularmente la forma de proceder de estos que vienen del norte, centro y
este de Europa, ya que muchos de ellos, sobre todo los suecos, se supone que ya
disfrutan de un sueño como vida real en su frío país. Aparentemente, vienen
solo por el sol, pues no parecen consumir turismo cultural, al menos los de la
playa, que conste. Sus hábitos son tan rutinarios que podría deciros el lugar
en la playa que ocupan cada uno, y que van cambiando de manera sincrónica y tan
armónica como una silenciosa sinfonía. Su obsesión por llevarse atrapada en sus
delicadas pieles la luz y el fuego de nuestro sol, parece rozar lo mórbido; de
lo contrario no podría entenderse como pueden soportar decenas de grados de
temperatura sin inmutarse, tostándose literalmente; ¿es que en Suecia no hay
dermatólogos que les digan a sus gentes que los rayos UV españoles matan de
melanoma dentro de unos años?. Me temo que muchas reacciones encierran un
nihilismo recalcitrante del que Houellebecq nos viene avisando ya desde que leí
Sumisión, y también en De repente una isla. Parece como si su
envejecimiento consistiera en buscar una manera de acelerar la salida de este
mundo, tan minimalista y pragmático, como el de su país, como si fuera un
suicidio colectivo pactado, crónico. Lo mismo sus vidas no son tan perfectas
como creían; me imagino una conversación entre dos grupos de guiris debajo de
sus campamentos playeros, preguntándose por qué narices, y a pesar de la crisis
que se avecina, de estar ya más de un año sin presidente del gobierno, o con tres millones de desempleados, ¿porqué
estarán siempre tan contentos estos caóticos y desordenados españoles?.
La
respuesta me lleva más a pensar en el modus operandi de los guiris centro-españoles.
Estos vienen todos escapando de un mundo de estrés y de infarto (literalmente),
y para ello no dejan a nadie atrás. Me resultó entrañable contemplar la escena,
aparentemente graciosa, de querer meter a la abuela con un andador de dos
ruedas y dos puntos fijos por medio de la arena a punto de ebullición. Iba ataviada
como solo los que somos de corazón y formas humildes no vemos con sorna: con su
batita de tela bien fresquita, y unas zapatillas de esas con agujeritos,
versión veraniega de las zapatillas de suela amarilla de toda la vida. La
señora, cuando por fin pudo ser transportada por los varones de la familia de once
miembros, tomó asiento cómodamente debajo de la sombrilla y ahí que vinieran a
dárselas todas, teniendo la enorme suerte de no saber lo que era un tsumani. A su
lado, tumbado en una amplia toalla, bien enfangado de protector 1.500 por los
menos, estaba durmiendo todo estirado, cual rana boca arriba, el nuevo miembro
del grupo, un bebé de apenas seis o siete meses de edad. Neveras, tupers y
música poligonera (no todo podía ser perfecto, lo siento) eran los elementos
sobre los cuales orbitaban los personajes de aquel rincón de mi escenario. Cuanto
es de agradecer que esa señora mayor estuviera con su familia, también en
verano, como debe ser vaya. A ella no decidieron dejarla en Madrid con algunas provisiones
y al cuidado de unas vecinas de similar o más edad, o en una residencia si
hubieran podido pagársela; al final de estas vacaciones ella formará parte de
los recuerdos de sus familiares, en aquella playa alicantina en el 2019. Al final
te das cuenta que la felicidad está mucho más cerca y que no la habías visto
antes. Que tonto. La felicidad es la familia. En esta playa también hay
cochecitos de esos para introducir en el agua a las personas con discapacidad
física, pero la abuela de la familia madrileña no ha querido que la suban a un
cacharro de esos, decía. Y su familia ni lo ha discutido, si lo ha dicho la abuela,
pues a hacer la sillita de la reina y en paz.
Y ya me queda por comentar mis observaciones en nuestro grupo montonés, el del montón. Hemos podido ser testigos en primera persona del amor parento-filial en estado puro, cuando una mañana llamó nuestra atención las risas de un niño con parálisis cerebral al entrar en contacto con el agua de la madre mar, portado por los seguros y protectores brazos de sus cariñosos padres; solo esa risa te alienta a recordar que solo es lo externo lo que nos diferencia a unos seres humanos de otros; lo que viene desde el interior, como el amor, es común, un universal que nos une a todas las personas que conformamos esta tribu que tan demasiado a la ligera llamamos humanidad. Ahí también me he llevado mis sorpresas, no creáis. He visto a muchas personas mayores solas en las playas, pero disfrutando de su soledad, y en numerosas ocasiones, cuando fantaseaba con los pensamientos que en ese momento estarían rondando por sus cabezas me las he encontrado mirando a la mar, y sonriendo. Lo mismo que yo he empezado a hacer. Quizás por la sensación de tener un secreto, el mismo que ellos, no sé, sobre el sentido de mi vida, y de los misterios de la existencia, que no puedo contar por si deja de cumplirse y me decepciono, o quizás por una simple cuestión de hedonismo estético. No sé, pero la cuestión es que esa sensación de complacencia me hace sentirme bien conmigo mismo y con el universo, o lo que es lo mismo: con Dios. Así, la familia en este grupo tiene su papel central.
Si, también he visto muchos
mayores que no estaban solos; estaban con los nietos fabricando sus recuerdos para
el futuro, comiendo todos del tuper y ayudando al abuelo a acercarse a la
orilla de la playa a “catar” la temperatura, no sea que le de un corte de
digestión a los crios. Ya se sabe, por lo visto los medios de comunicación están
tan preocupados por estos temas que solo informan puntualmente de las noticias
de los ancianos que fallecen en nuestras playas por “síndromes de inmersión”, o
“golpes de calor”, o “infartos”. Supongo que la hermana muerte habrá dado
vacaciones al resto de mortales más jóvenes y habrá pactado con los sindicatos
unos servicios mínimos. Que se yo.
De una manera casi olvidada
en el cajón de mi memoria, se me ha pasado comentar antes la presencia del personaje
burlón en mi escenario. Será porque ha sido hoy mismo cuando lo he descubierto,
y también porque se sale un poco del papel, por su caricatura. La señora,
mayor, casi me atropella caminando cuando nos hemos cruzado en el paso de
peatones que lleva al lugar donde me alojo. Por este detalle es por el que he
prestado una atención que no buscaba a la conversación que iba manteniendo con
otra persona mayor, su hermana, por las señas que ella misma ha dado. Le decía
lo siguiente: “yo es que me he vuelto muy friqui ¿sabes nena?, muy ,pero que
muy friqui. Parece mentira que siendo tu mi hermana menor no sepas quienes son
los Vengadores”. Mientras la otra la miraba así como “que me estás contando”,
la hermana friqui proseguía: “me he comprado varias camisetas de esos actores, que
están de moda la tela, la de la estrella en medio, la roja del rayo amarillo en
el centro, y otra que pone el nombre de uno de los protagonistas, pone Marvel”.
En ese punto de la escucha he mirado a mi hija mayor, y me ha dicho: “a ver que
vas a decirle a la pobre señora papá”. Conmocionado por la repentina madurez de
mi niña he sonreído, y simplemente le he dicho que cuando yo tenga la edad de
esa señora me debe contar quienes son los personajes de las camisetas que me
compro. La pobre mujer, visiblemente sujeta a varias operaciones de estética,
que de lejos hace que parezca que tiene unos pocos años menos, se ha quedado
anclada en lo externo, en la caricatura de lo que solo se puede ser por fuera (y
solo durante un tiempo), pero no por dentro. Y con ello no critico a las
personas que se operan de estética, en general. Solo manifiesto mi pena por que
esta manera de arriesgar tu vida en un quirófano sea la única alternativa a una
pobre autoimagen, y también autoestima, en este caso claramente relacionadas
con la edad, mejor dicho con el paso inevitable de los años.
Y entonces me he
acordado del incombustible Mike Jagger, el de Los Rolling Stones, que solo hace un mes y pico de su última
operación, pero de cambio de válvula cardíaca, y ya está listo para dar
conciertos. Debe ser porque el sentido de su vida lo tiene bastante claro, no
como otras. También puede ser, será seguramente lo más plausible, que la
presencia de un médico geriatra que les acompaña constantemente en todos sus
conciertos tendrá algo que ver, ¿no creéis?. Cuando me enteré me encantó,
porque son un ejemplo vivo de que se pueden cumplir años, muchos, y no dejar de
ser joven…por dentro, ayudados por fuera por los mejores profesionales, que los
hay.
Termino esta entrada
deseando a los que ahora van a comenzar sus vacaciones que se lo pasen genial,
y que tengan cuidado con las salmonelas. Si, lo sé; me llegan las vibraciones
de aquell@s que ahora mismo están diciendo: “si hombre si, pero yo me voy al chiringuito
y tú al curre”. Os deseo de corazón que, tras la vorágine de gente, niños
psicóticos, tierra (a veces he llegado a dudar que lo fuera), agua salada, agua
clorada, ampollas, claves (de clavar)
inexplicables en los bares y cientos de picaduras de mosquitos, os deseo, digo,
que también encontréis merecidos momentos de paz en los que podáis encontraros
a vosotros mismos. Recordar dos cosillas. Una, que nunca dejéis de mirar a la
mar. Dos, que aunque no os deis cuenta sois fabricantes de recuerdos de
aquellos que os acompañan, de vosotros depende que sean maravillosos o no
tanto.
Un fuerte abrazo, de
corazón, y hasta septiembre…
Todo verano tiene su historia... felicidades por la tuya Carmelo. Desde La Rambla (Córdoba) te mando un abrazo.
ResponderEliminarQuerido Carmelo tu historia es una caricia para el alma, de aquellos que sabemos que lo que compartes es desde tu generoso corazón.Un abrazo fraternal a ti y tu hermosa familia personal y profesional.
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