El sentido de ser enfermero


El pasado mes de Noviembre tuve el enorme placer de volver a Roma, por cuarta vez, con motivo de la asistencia a la Conferencia Anual organizada por el Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud, en la cuidad de El Vaticano. Si bien es cierto que la cuidad por sí misma abruma por los significados terrenales y trascendentales que la hacen ser un monumento para los corazones y para las almas, la verdad es que en esta ocasión fue algo más. Hay momentos en la vida en los que sientes que acabas de abrir los ojos a una realidad antes velada. Es probable que este haya sido uno de esos momentos. En esta ocasión la Conferencia trataba sobre "el anciano enfermo". 

Cuando empecé a estudiar Enfermería me bombardearon desde el primer día con conceptos tales como visión integral o visión holística del ser humano. A mi, sinceramente, me costó entender la multidimensionalidad del hombre. Me encantaba, y me sigue encantando, la biología, la fisiología, la bioquímica, la anatomía. La persona era un conjunto de humores y estructuras biológicas que podían desorganizarse y que se les debía plantar cara a través de la medicina unos, y de los planes de cuidados otros, nosotros/as los enfermeros/as. Es por esto que me costaba asumir eso de la dimensión espiritual de las personas y llegué a confundirla con la visión, y dimensión, mental o psicológica. Lo que no podía verse en una analítica, o en una resonancia, era cosa del psiquiatra o del psicólogo. Cuan equivocado se puede estar al pensar así. Cuan iluso era yo cuando pedía llegar a ser un buen enfermero, el mejor enfermero. Durante un tiempo creí que la calidad como profesional estaba en relación directa con el número de horas de formación postgrado. Una licenciatura en Antropología, Másteres, cursos de experto varios y seminarios llenaban mis horas de tiempo libre y vaciaban mis bolsillos, y a veces los de mi abnegada madre. A pesar de todo esto sentía que me faltaba algo. Cuando una persona llora de sufrimiento y no hay medicamentos que se lo alivien, pensaba que habíamos llegado a un callejón oscuro de su vida, aunque sentía que quizás podría hacerse algo más, aunque no lo supiera.

Es cierto que durante muchos años he visto avanzar, más rápido y también más lentamente, a las personas al momento culmen de sus vidas, osea, su muerte. Es una tarea difícil esta vista con carácter retrospectivo, pero "normal" en el área en la que afortunadamente desempeño mi labor profesional. También he visto sufrir a muchas personas. Dolores físicos, de la mente y también del alma han sido mis enemigos, unos más fieros que otros pero todos igual de crueles. He visto llorar de pena, de rabia y de soledad, también de abandono y de impotencia. Algunos de estos sufrimientos podían ser paliados con medicamentos, pero otros quedaban allí, aferrados a sus desgraciados huéspedes humanos. Llegados a esa situación solo quedan dos opciones a tomar por el enfermero: decir como otros profesionales "esto es todo lo que la enfermería puede hacer por usted"o decidir dar un paso más a lo desconocido, lo difuminado, lo inexplorado. Debo confesar que la decisión no es fácil, y en mi caso llegó inesperadamente. La vida con los ancianos la componen momentos maravillosos y también otros tristes. Su sabiduría se evidencia la mayor parte de las veces a través de gestos, y las miradas. Unos ojos serenos y tan vivos como cuando contemplaron a su madre por primera vez, aunque rodeados de las marcas que dejan los años, las arrugas. Cuando terminané de arreglar los pastilleros, comprobar la permeabilidad de las sondas, programar los cambios posturales para los siguientes turnos, y demás tareas, como cada jornada, un día por evitar el aburrimiento me senté en el salón principal rodeado de ancianos y ancianas, con el ánimo de entretenerme. Después de empezar a hablar y contar un par  de anécdotas de mis abuelos y de mi vida de pequeño en la Rambla de Benito, no fui consciente del tiempo. Cuando vine a darme cuenta habían pasado treinta minutos de mi hora de salida. Cuando me levanté para irme, una señora que estaba junto a mi me dijo con una amplia sonrisa"Que bonito ha sido oirte decir algo más que ordenes para que nos tomemos las pastillas o la manera que debemos poner el brazo para tomarnos la tensión. Tienes una voz muy bonita. Por favor, hablamos mañana otra vez". De camino a casa no pude dejar de pensar en esta petición, tampoco de camino al trabajo el día siguiente. Cuando llegué fui a buscar a la señora y le pregunté porqué me había dicho eso y si debía ofenderme por sus insinuaciones. La venerable dama me volvió a sonreír y me dijo: "No sois conscientes de lo mucho que os oímos hablar. Unos a otros. Tráeme esto o lleva a la habitación tal aquello. Pero pocas veces os dirigís a nosotros por gusto, por placer, sin ánimo de dar ordenes o instrucciones. A veces esta interminable espera a la muerte se nos hace más corta cuando sentimos que existimos para vosotros ". No puedo disimular que aquellas palabras me hicieron daño y me avergonzaron. Como con un jarro de agua fría aquella señora abrió mis cerrados ojos a la verdad. Entendí como más allá de los medicamentos, algunos sufrimientos solo pueden ser paliados con palabras y también con miradas. Palabras de acompañamiento, y miradas de consuelo, de complicidad. Signos todos ellos que deben transmitir un "No te preocupes. Estoy aquí contigo". Esta forma de ver la requetecitada expresión "relación terapéutica" me ha hecho crecer como profesional, pero lo más importante, me ha hecho ser "persona" más allá del profesional sanitario. En estos momentos de mi vida estoy hartamente convencido de que no se puede ser buen enfermero no intentando ser buena persona.

"¿Y a que viene todo esto con lo de Roma?" diréis los que hasta aquí hayáis podido llegar leyendo, si no os he aburrido antes. Pues viene muy a colación de que en aquella preciosa conferencia internacional de lo que se habló no fue precisamente de patologías, ni de nuevos tratamientos, ni de nuevas técnicas. De lo que se habló fue de la persona en su amplio sentido. De la dimensión más espiritual, que va más allá de la meramente religiosa y que algunos pueden discutir, como no. Me sentí muy bien entre otros compañeros y compañeras que nos importaba no solo el cuerpo del anciano sino todo su ser. Su existencia misma. Nos importa como hacer para paliar más y mejor la soledad, la sensación de abandono, la tristeza por una vida que ya apunta a su fin. Me reconfortó ver a otras compañeras y compañeros enfermeras, y médicos, también psicólogas, y sacerdotes que trabajan en pastoral de la salud, como los Camilos.

Al volver de Roma y mirar atrás me he visto hace catorce años y me veo ahora. Creo que estoy pasando la línea de la biología y entrando en el territorio de la persona en cada anciano que intento cuidar. Hoy no me da miedo sacar sangre o poner una sonda. Hoy mi temor es estar a la altura espiritual que los ancianos necesitan. Hoy mi preocupación ya no es controlar las secreciones de los estertores de un anciano que está muriendo; se que se hacerlo. Hoy cuando cojo la mano de un moribundo, siento el calor de una vida que ha comenzado a despedirse de este mundo, y de nosotros. Hoy mi preocupación es sentir que ha pasado a otro plano existencial sintiéndose acompañado. Hoy, recordando Roma, se que no estoy solo en esta tarea.

Roma, Roma… si Nightingale te hubiera conocido...


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