La siembra
Ya están aquí
las fiestas navideñas, otra vez. Días de excesos y también de defectos;
momentos pensados para evocar y provocar sentimientos, dormidos durante el
resto del año para algunas personas y que durante estos días se dan el permiso
de expresarlos. Además, son días de felicitaciones, algunas sentidas y otras
pre-fabricadas. Es de agradecer que haya menos personas (o eso creo) que
utilizan un Whatsapp para reenviar una y otra vez un mensaje navideño que bien
podría incluirse en la categoría de “meme”. Escribiendo esto empiezo a evocar y
a añorar aquellas postales navideñas que se vendían en las librerías y que
escribíamos al modo “amanuense”, aunque solo fuera para desear “Feliz Navidad”;
ya solo el esfuerzo de sentarnos a escribir, y el gasto (en pesetas) en
postales y sellos, servía para que las misivas fueran a parar a quienes
verdaderamente queríamos que supieran de nuestro aprecio.
En estos tiempos
“internetizados” que padecemos es difícil saber discriminar a las personas para
las que significamos algo de entre aquellas para las que solo somos uno más en una
lista de difusión de whatsapp y que todos tenemos titulada (más o menos): “esos
que no sea que se enteren de que no se lo enviado y se enfaden”. Por eso, en
ocasiones, me cuesta saber si el que me reenvía determinado mensaje navideño de
buenos deseos lo hace realmente de corazón o bien por si me enfado si no me lo
envía (adelanto aquí que no me lo envíen que no pasa nada). Entonces recurro a
una vieja costumbre: el cotilleo de los estados y perfiles de whatsapp (yo al
menos lo reconozco querido lector); para mí es una forma, asumo que muy
primaria, de intentar intuir quien hay detrás de esa foto o dibujo (los que
tienen un logotipo en su estado ni los miro, aviso). Ha sido durante esta
relativa “dura” tarea cuando me he detenido en un perfil muy especial. Los
protagonistas son una buena amiga y su padre y que este año no me ha felicitado
la Navidad, bueno todavía (y si no puede/quiere pues no pasa nada, la seguiré
queriendo igual). La foto es entrañable en extremo. Ella, de pie, le abraza
cariñosamente desde atrás, y él, sentado, le coge una mano amablemente por
encima de su hombro, mientras las sonrisas de ambos adquieren una armonía
trascendental mirando cariñosamente a la cámara. La foto es la mejor representación
del amor fraterno en su más pura expresión que he podido ver durante estos
días. He sentido mucha simpatía al ver el retrato (que es como se denomina a la
foto de personas posando), y también empatía, aunque no lo hubiera querido, porque
el padre de mi amiga murió hace unos meses. El mío también murió, aunque hace
ya treinta años y nueve días. Eso me ha hecho pensar, y volver a sentir el sufrimiento,
ni por asomo tan cruento y descarnado como el dolor inesperado de aquel catorce
de diciembre del año que tiraron el muro de Berlín, pero es sufrimiento al fin
y al cabo. Tengo más años de los que tenía mi padre cuando murió y esto me ha
removido por dentro. También tengo dos preciosas hijas a las que adoro hasta el
infinito, allí donde Dios fabrica las estrellas más brillantes de todos los
universos. Entonces, sin pretenderlo, han acudido a mi mente por esos
caprichosos designios de la memoria todos los padres y madres a los que cada
día procuramos cuidar en las residencias, y que estos días reflejan en sus
miradas algo que me sigue inquietando, aun habiendo transcurrido varios, muchos
años.
Durante estos
días reconozco que me resultan impenetrables las miradas de las personas mayores
que viven en una residencia. Detrás de esos arcos seniles que circundan sus
iris, enmarcados por arrugados y caídos párpados, palpitan una enormidad de
emociones y sentimientos, como el día que nacieron. Eso lo sé y me hace sentir
pequeño. Una soledad acompañada que se vuelve dura e incómoda en Navidad. Durante
estos días les agasajamos con fiestas (que no han pedido) y con excesos en los
menús (que tampoco han pedido pero de los que no se quejan lo más mínimo).
Ahora me detengo a pensar otra vez y no sé si esto lo hacemos por ellas o por
nosotros. Me da pena cuando soy consciente de que yo mañana estaré con mi
familia cenando, brindando por lo de siempre, y que ellas a esa hora estarán
acostadas, la mayoría después de una cena excesiva, y no reivindicada. Me
impacta emocionalmente sorprender a alguna de estas personas mirando
detenidamente las luces del árbol de navidad o las figuras del Belén. Es
entonces, cuando por sus ojos asoma la niña o el niño que una vez fueron,
durante unos años en los que las promesas alimentaron los ánimos para seguir
adelante. Y esas emociones son las mismas que cebaron, como a nosotros ahora,
la necesidad de escenificar para nuestros hijos la Navidad, como una
oportunidad insustituible de hacer felices a los que nunca deberían dejar de
serlo. Es entonces, creo, cuando aparece no solo el niño que fue la persona
mayor, también el padre/madre joven de sus niños, el hermano, el primo, la
esposa, etc. Es inevitable sentir pena en unas fechas donde ya no están junto a
los que les enseñaron lo que es la Navidad: sus padres y hermanos; también en
muchas ocasiones, desgraciadamente, los mayores tampoco están junto a las
personas a las que se la mostraron: sus propios hijos. Viven una soledad mucho
más marcada que de costumbre. Pero es una soledad no del todo impuesta, o al
menos no por sus hijos. Solemos acusar a los hijos de provocar el aislamiento
de los padres ancianos. Quizás deberíamos pensar en lo que hacemos con los bebés
de cuatro meses a los que nos obligan a dejar en una guardería porque la
sociedad no nos deja cuidarles en un hogar, porque los padres debemos trabajar
agobiados por deudas y compromisos fiscales.
Haciendo un
ejercicio un tanto temerario de empatía con estas personas mayores y sus
familiares me ha dado por reflexionar algo que quiero compartir.
Muchos ancianos
estarán ahora mismo pensando “¿será esta la última [Navidad]?”, “¿donde estarán
mis hijos/as ahora?”, “¡cuanto os hecho de menos [refiriéndose a sus familiares
ya fallecidos]!”. Para muchos la navidad es uno de esos periodos anuales que
sirven para contar el tiempo de descuento; cuentan las navidades hacía atrás al
modo de “una navidad más”, como si fuera un grano de un reloj de arena cayendo
inevitablemente y arrastrando vida, su vida. Así visto, es inevitable ver la
Navidad con tristeza por lo que puede ser la última de todas y sobre todo en
soledad.
Muchos
familiares sufren mucho también durante estos días. La culpa y la tristeza por
haber llevado a su padre/madre a una residencia acuden al corazón ineludiblemente
como el aire a los pulmones. Para evitarlo muchos intentan eludir el durísimo adiós
tras la visita a la residencia en Nochebuena o Nochevieja, ese que tantas veces
les recuerda una y otra vez a aquel primer día en que tuvieron que irse después
de dejar a sus progenitores en un lugar extraño en el que nunca pensaron que
iban a ir; ese día que muchos, mayores e hijos, nunca superan; aprenden a vivir
con el sufrimiento que supuso, pero raramente es superado. Ya lo dice el dicho
popular: ojos que no ven corazón que no siente; la Navidad es una de esas
fechas donde se prodiga amor, fraternidad y solidaridad, casi por obligación,
de modo que ¿cómo se come sin que se sufra en extremo el ser feliz mientras se
siente uno/a culpable por haber llevado a sus padres a un lugar que no querían?¿cómo
se puede brindar felizmente para “que estemos aquí todos juntos el año que
viene” teniendo a tu padre/madre acostado ya en la residencia?. Al final solo
es una cuestión de sentimientos: no sufrir uno/a mismo y no hacer sufrir. A
veces, los otros, los que no tienen a sus padres en una residencia critican y
juzgan a los que sí los tienen estigmatizándoles socialmente y de manera
injusta. Es verdad que luego están los que “se quitan de en medio a sus
padres”, pero son los menos. Todavía recuerdo con cierta rabia algún que otro
ingreso realizado el día de Nochebuena; llevaron al señor y lo dejaron sentado
en el despacho de la trabajadora social con prisa, con la excusa de no pillar
tráfico a la vuelta, para que les diera tiempo a llegar a la casa de la suegra;
las lágrimas silenciosas y abundantes de aquel pobre hombre serán imborrables
de mi memoria. Nadie debería ingresar en una residencia en Navidad, nadie.
Insisto, estos son los menos, la muestra que tenemos para ilustrar.
Los que
trabajamos con estas personas en las residencias deberíamos también empezar a
cambiar nuestra forma de proceder. Una emoción como la pena sentida por otro no
convierte a este último en un paria social; esa pena se llama COMPASION, y no
debemos dejar de sentirla pues habla de nuestra capacidad de actuar en relación
al otro, como un paso necesario más allá de la empatía. Tradicionalmente,
también nosotros, los profesionales, nos sentimos mal durante estos días, por
nuestros propios duelos, por nuestras pérdidas, lo cual nos hace estar un poco
más vulnerables ante ciertas situaciones como el sufrimiento y la nostalgia del
otro, de la persona mayor. La manera cómo respondemos habitualmente con la intención
de ayudar a la persona mayor va encaminada a eliminar sus emociones, las mismas
que curiosamente nosotros también sentimos. Seguro que no lo pensamos bien, ni
somos conscientes cuando decimos cosas del estilo a: “lo que tienes que hacer
es no pensar en tus hijos y sonreír, que es Navidad”. Quizás sería bueno
comenzar a reflexionar en torno a lo que significa la nostalgia y el
sufrimiento, más si cabe cuando se acentúan en Navidad.
No hace mucho
leí en un sitio que no recuerdo, la verdad, algo muy bonito: la nostalgia es el
amor que queda tras la pérdida. Eso me proporcionó mucha serenidad, pues me
autoricé a sentir nostalgia, ya que es una manera más de profesar respeto hacia
algo o alguien a la que quise y me quiso mucho, tanto como para dejar huella en
mi memoria. Que los mayores tengan nostalgia no es algo malo, más bien lo
contrario. Es la manera mediante la cual mantienen vivos los recuerdos y estos,
no lo olvidemos, son el puente con la realidad externa a la residencia; si no
somos capaces de fomentar nuevos recuerdos tampoco podemos desautorizar a los
mayores a revivir los que tienen junto a su corazón, como un tesoro. Por esto
quizás sería bueno reflexionar acerca de la necesidad de promover la nostalgia,
como una parte de la repetida memoria emocional que cada uno tenemos y vamos
fabricando a lo largo de nuestra vida.
El sufrimiento
es la manera mediante la cual han llegado a cronificar el dolor de una pérdida.
¿Cómo podemos aspirar a eliminar el dolor de una madre por la pérdida de uno o
varios hijos?. Hace unos meses celebramos en una residencia el cumpleaños
centenario de una señora que está genial. Cada vez es más frecuente. Tras
soplar las velas, al darle un beso de felicitación le dije que me tenía que
decir como podía estar tan radiante para tener cien años. Ella, de repente, me
miró y entristeciéndose su rostro me dijo que ya había perdido a dos hijos, y
cada día, cada uno de sus días se acordaba de ellos. El sufrimiento es la
manera en que procesamos el dolor, al menos una de ellas. No podemos pretender
que una persona con tantas vivencias, o menos, buenas y no tan buenas elimine
el sufrimiento de su vida, pues es la manera de darle sentido a una parte de
ella, la que le arrancó el dolor. No se puede vivir, en su amplio sentido, solo
con vivencias hedonistas. El sufrimiento es la cruz de una moneda donde la
alegría de vivir es la cara. No podemos ser verdaderamente felices eludiendo el
sufrimiento. Pero no cualquier sufrimiento, sino el verdadero, no el impuesto,
tampoco el buscado, sino el que nos viene como consecuencia del procesamiento
del dolor.
Mi amiga, la del
perfil del whatsapp, seguro que vive con nostalgia estas Navidades. Y así
seguirá viviendo el resto de Navidades. Es la manera de caminar en el duro
camino del duelo para poder integrar a su padre en su vida desde una nueva
realidad, la no presencia física.
Nuestros mayores,
los grandes sabios sin carrera universitaria, nos muestran cada día la manera
de encontrarnos con nosotros mismos y la realidad de nuestras vidas. Tal y como
ya dije en una entrada anterior son fabricantes de recuerdos, en esta ocasión
los míos, como seguro también lo han sido de los de sus hijos. La Navidad es
época de Paz y Amor, pero también de recordar. Recordarles es la mejor manera,
y la más justa, de no ignorar su historia, su papel de sembradores de
recuerdos. La Navidad tiene todo su sentido en la vivencia de nuevos momentos y
en el recuerdo de otros que ya vivimos. Nuestros padres sembraron unos recuerdos
en la vida de cada uno de nosotros, unos queriendo y otros no. Al igual que
nosotros estamos haciendo en las vidas de nuestros hijos, hermanos, amigos.
Todos somos sembradores de recuerdos.
Pues eso, que
disfrutéis de los recuerdos que vuestros padres sembraron en vosotros, tal y
como ellos también lo estarán haciendo con los que nosotros sembramos en ellos
en el pasado (y os recuerdo que el pasado ha podido ser esta misma tarde).
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