La cultura también está refugiada

Esta semana ha sido especial por muchos motivos. Por causas buenas y malas, por denominarlas de alguna manera fácil de entender, aunque difícil de expresar lingüísticamente. Gracias a la organización no gubernamental para la que trabajo en Murcia, pude ir acompañando a otras compañeras, ya son buenas amigas, Nieves Tírez y Elena Alonso, mis Virgilias particulares en un viaje a las puertas del Hades. Me ofrecieron la oportunidad de ver in situ los proyectos que actualmente, aunque se iniciaron hace un par de años, la Fundación Mensajeros de La Paz están activos en los campos de refugiados de Grecia. En concreto visitamos los de Moria y Karatepe, en la isla de Lesbos, y el de Malakasa, a cuarenta kilómetros de Atenas. También fueron acompañantes Jessica Asensio y Tomás Rivas, excelentes colegas en la observación y grandes proyectos de amistad a partir de este viaje por su gran humanidad.

Llegados a este punto, una vez introducido el tema, con datos y demás elementos orientativos, es el momento de hablar de la experiencia personal en vivo. Se me hace un nudo en la garganta, aunque no debo hablar, y en el estómago, aunque no haya comido nada en mal estado, cuando recuerdo y experimento los sentimientos, emociones y pasiones que viví en ¡¡solo 2 días!!. Algunos podréis decir que es demasiado poco tiempo para hacerme una idea clara de los experimentado; supongo que otros pensarán que quizás la cuestión es que yo sea muy impresionable. Sea lo que sea que penséis a priori es importante que al menos lo leáis de mi puño y letra. 

¿Quien no puede impresionarse en un escenario tal como es un campo de refugiados? Personas que vagan de un lado a otro, todo el día, y todos los días de la semana, sin un objetivo claro más que el de pasar a una Europa que les ha olvidado. Hombres, mujeres, niños y ancianos muestran en sus miradas el terrible sentimiento de saberse olvidados por el resto del mundo, la pregunta sin respuesta de porqué les sacan en la tele, cual bichos de feria, sin que nadie haga algo para ayudarles. La tristeza, la desidia, el sinsentido de la vida se han anclado en muchos de ellos. Los hombres y las mujeres han empezado a "adaptarse", o mejor dicho resignarse, a las condiciones impuestas. Seis meses de espera como poco desde que llegan al campo, y tras adjudicarles un número, a que les llamen para la famosa "interview" en la que funcionarios del Gobierno decidirán si pasan a otro campo de refugiados en Atenas o bien serán deportados a sus países de origen en breve. Mientras tanto, entre las esperanzas se cuela el hambre, los llantos de los niños y las peleas entre diferentes grupos étnicos. Todo se va volviendo más gris, del color del cemento de los nuevos contamines que serán las casas definitivas de muchas de estas personas. 

De entre tanta desesperanza surge, como las flores de los melocotoneros y albaricoqueros de mi tierra murciana durante estos días, las sonrisas de los niños que no saben muy bien qué es lo que pasa. También la de los ancianos, en un esfuerzo de darle a todo un toque de tranquilidad una vez sobrevivieron a la travesía en lancha desde Turquía, para que sus hijos/as, los padres de esos niños de antes, intenten conservar la calma apoyándose en una etapa negra y terrible dejada atrás. También la sonrisa de los voluntarios, los de muchas (bueno, no tantas) organizaciones no gubernamentales y asociaciones como nuestros amigos de REMAR, que hacen de lo que nosotros llamamos trabajo su razón de ser con ellos mismos y de "darse al otro", al prójimo. 
Me sorprendió, no lo niego, la capacidad de sonreír de los mayores ante tanta tristeza y desidia, por muchos paliativos que queramos ponerle a la situación como consecuencia de la intervención, excelente, de los voluntarios. Me dio la sensación de que querían mantener "todo en orden". Ellos son el único puente que une a los niños con su pasado, su país de origen, sus costumbres, sus rituales, sus fiestas... Sus hijos se encuentran sumidos en la normal perplejidad al ver como después de un recorrido por el infierno del éxodo, desde su país en guerra donde la única opción allí era elegir entre suicidarse o esperar a que otros les mataran, ahora se encuentran parados en medio de otro país sin papeles ni esperanzas de que su situación se solucione. Me recordaron a aquellas almas que se encuentran en el Limbo de la comedia de Dante, que no cometieron ningún pecado pero tampoco podían vivir como el resto de mortales. Mientras sus hijos se encuentran en este estado de shock ellos se encargan de seguir ayudándoles a cuidar de los más pequeños. Ellos, los mayores, hacen a miles de kilómetros de su país de nacimiento lo mismo que si allí estuvieran. Se encargan de transferir su cultura, su identidad como pueblo particular, a los herederos que no son sus hijos sino sus nietos.

No puedo expresar más que mi profunda admiración por estos mayores, porque el sentido a su vida no es el de apuntarse a la rondalla del centro de día, o ir de excursión a Benidorm, sino el de intentar que su cultura, la de sus ancestros, no se pierda por culpa de este éxodo. 
Sus sonrisas, como la de Janipaij, el señor de la foto, se transmite a los niños, los que están durante unas horas en la carpa-ludoteca que REMAR ha dispuesto en Malakasa, con ayuda de la Fundación Mensajeros de La Paz,  para que los más vulnerables, los niños, puedan aislarse durante el tiempo que quieran de la desidia, del olvido del mundo. Para que puedan aprender aquellas cosas que el abuelo ya nos contaba también allí en Siria, pero también en Afganistán, Pakistan, Somalia, Argelia, Irak, Egipto, y tantos otros países.
Allí he aprendido algo fundamental en mi vida, y es que la sonrisa de un niño suele estar precedida de la sonrisa de tranquilidad de un abuelo.
Admirémosles, cuidémosles, porque no se si para bueno o para malo la Cultura también está refugiada.

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